jueves, 19 de enero de 2012

Tibet y Mongolia.

Introducción.


Siglos antes de que el budismo llegara al Tíbet se propagó por esta región y por Mongolia una cultura chamanística. Los primeros mitos cuentan que el mundo es creado y mantenido por numerosos dioses y demonios que habitan en incontables lugares especiales de la tierra, los cielos y los laberintos subterráneos. Se honraba a estos espíritus con ofrendas realizadas en los pasos de montañas para propiciar el transito de los viajeros. Se invocaba su ayuda antes de iniciar cualquier empresa y cuando provocaban enfermedades o problemas eran exorcizados con ritos sacerdotales.

Sólo el chaman en estado de trance podía atravesar los tres reinos y comprender el complejo funcionamiento del universo. Adivinaba las causas de la enfermedad o la desgracia y rescataba a las almas perdidas y secuestradas por los espíritus. Él recomendaba el sacrificio adecuado, por lo general tejer una "cruz trenzada" (mdos) y ofrecer un rescate al espíritu ofendido o maligno.

En el Tibet se abandonó la antigua mitología del chamanismo en el siglo VIII, cuando el rey Khri Srong-lde'u-btsan decidió que la fuerza civilizadora más poderosa era el budismo. Admirador de las sofisticadas culturas de sus vecinos budistas, el rey envió emisarios a la India en busca de los hombres más cultos de la época, y le aconsejaron que llevara a su país a un tantrika (practicantes de una religión ocultista) Llamado Padmasambhava. Halagado por el oro que le regalo el rey, Padmasambhava aceptó la invitación de ir al Tíbet, y con la ayuda de los espíritus locales estableció el templo "Inconcebible" (bSam-yas). Basada en los conceptos cosmológicos budistas, la torre central, de tres pisos, representaba la montaña del mundo, Sumeru, y a su alrededor había unos santuarios con la situación de los continentes menores del mundo, el sol y la luna. En el monasterio budista contiguo se tradujeron textos budistas del sánscrito al tibetano. Padmasambhava vivía en una cueva cercana con sus discípulos y cuando abandonó el Tíbet prometió que regresaría todos los meses, el décimo día de la luna creciente, para bendecir a quienes invocaran su nombre.